Desde que se empiezan a establecer límites es normal que el niño, a su vez, intente poner obstáculos a los mismos. De esta forma aparecen los conflictos inherentes y naturales en todo proceso evolutivo. Con el paso de los años, y más especialmente en la adolescencia, será también normal que aumente el cuestionamiento de las normas y límites por parte del chico. El adolescente necesita poner en duda el modelo propuesto por sus padres y eso forma parte de su desarrollo y de la progresiva construcción de su personalidad.
¿Cómo poner límites?
Es importante poner límites solo en aquellos temas que se consideren realmente importantes. Es preferible que existan pocos límites, bien definidos y en los que se pueda mantener una coherencia a que se establezcan muchos límites ambiguos o variables, que llevarían a la confusión y perderían su utilidad.
Antes de transmitir los límites a los hijos, es importante que los padres hayan acordado y estén convencidos sobre lo que van a pedir a los niños.
A la vez, los progenitores deben haber decidido de antemano y de mutuo acuerdo qué consecuencias tendrá el hecho de que su hijo no cumpla un determinado límite o norma, comunicándoselo al niño.
Es aconsejable que las consecuencias que se apliquen en caso de saltarse una norma sean lógicas o tengan alguna relación con la falta realizada. También deben ser proporcionales a la falta hecha, ya que si se aplican grandes consecuencias a pequeñas faltas, faltarán procedimientos cuando se produzcan faltas más graves.
No son aconsejables los castigos en los que se pretenda que el niño sufra o se sienta humillado, ni la aplicación de castigos excesivos en proporción a la falta realizada, ya que estos hechos transmitirán miedo e inseguridad en el niño y se perderá el objetivo inicial que se pretendía con los límites.
Hay que expresar reconocimiento y gratitud cuando el niño se comporta como se le ha pedido y ha respetado una norma o límite que se le había propuesto.
Una vez establecido un límite hay que mantenerlo, siendo constantes en el tiempo y coherentes, porque si se aplica arbitrariamente creará confusión. Un niño necesita sentir que sus padres saben lo que le piden y lo que le permiten y, además, que se lo transmiten con seguridad. Al mismo tiempo un niño dejará de insistir y oponerse a una norma con mayor probabilidad si percibe que sus padres no están dispuestos a ceder.
El clima emocional debe ser afectivo y cordial. Establecer un límite no tiene que suponer tensión, gritos o agresividad, ni debe plantearse como una amenaza o un castigo. Tampoco es aconsejable entrar en discusiones o luchas de poder con los hijos, ni perder el control ante ellos.
Es necesario fomentar una buena comunicación, estando dispuestos a revisar y flexibilizar la validez de los límites con el paso del tiempo y los avances del niño.
Es de utilidad permitir que el chico, sobre todo a partir de la adolescencia, participe cuando se fijen nuevas normas o se pacten nuevas condiciones, ya que este hecho le dará la oportunidad de aprender a negociar y, a la vez, será más fácil que éste se implique y se responsabilice en el cumplimiento de las mismas.
Los padres deben ser modelos válidos a seguir para los hijos. No es aconsejable pedir algo a un niño que alguno de los progenitores no es capaz o no está dispuesto a cumplir (por ejemplo no se le puede pedir que no grite si alguno de los padres suele hacerlo habitualmente).